Plagio y despojo

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Quien plagia captura, extrae y canibaliza lo ajeno para presentarlo luego como propio y sin ofrecer nada a cambio.

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Lo del ministro de transporte es impresentable: a las fundadas acusaciones de plagio que le han arreciado, Guillermo Reyes ha contestado con evasivas, réplicas altaneras y la vieja estrategia de hacerse el de la vista gorda, como si la cosa no fuera con él. En El Espectador, la periodista Cecilia Orozco advirtió que, una vez nombrado ministro, al señor se le habían subido los humos a la cabeza, sintiéndose ya encumbrado al Olimpo de los intocables. Vale la pena transcribir aquí, entre comillas, las palabras con que respondió en Caracol Radio a los señalamientos que se le hacen: incurriendo en argumentos ad hominem, desdeñó “ese debate, esa envidia, esa persecución”, como algo atizado por “enfermos” que “no viven sino por esto”, poseídos de “un odio que destilan impresionante”; minimizó los hechos diciendo que se trataba de “un libro del año 2000”, como si el tiempo, por ensalmo, transformara la naturaleza de las cosas; lamentó que “cada ocho días es la misma columna”, como si la reiteración de una imputación implicara una disminución de su fuerza. Denunció que están “desgastando a una persona que esta dedicado [sic] a trabajar”, cuando “lo que he hecho es hacerle un aporte a Colombia”, eludiendo con disfraz de víctima el cuestionamiento y enriqueciendo, de paso, la polisemia de la palabra “aporte”. Anunció que “no voy a hablar más sobre el tema”, que es “la última vez que hablo del tema”, que “a eso me voy a dedicar…a nada más que a eso y 24 horas al día”, con lo que parecía argüir que el trabajo intenso, además de benéfico por sí mismo, exculpa y redime; y apeló a la prueba de fuego en nuestro país, retando a “que me lleven a los estrados judiciales”, inveterada confusión entre ética y legalidad que se ha vuelto costumbre entre nosotros. Una retahíla de palabras desafortunadas, ninguna explicación clara.

Lo interesante es que, más allá de la inconveniencia de que nuestros recursos públicos puedan estar en manos deshonestas, existe un vínculo estrecho entre el mundo de las ideas, a que pertenece la práctica del plagio, y el ámbito de los medios de transporte. Para empezar ambos, a su manera, dependen de la circulación: el transporte ideal de bienes y servicios en una entidad política cualquiera, al menos desde El Leviatán de Thomas Hobbes, suele equipararse a la circulación de la sangre en el cuerpo humano. Y en cuanto a “la circulación de las ideas”, ya en el siglo XIX Alexis de Tocqueville aseguraba que “es a la civilización lo que la circulación de la sangre al cuerpo humano”. En Latinoamérica, por la misma época, el venezolano Andrés Bello consideró que estas dos circulaciones no podían pensarse de manera separada, pues en realidad se reforzaban mutuamente. Comentando la conveniencia de publicar sus obras en Londres, en ese entonces la fábrica del mundo, señaló en 1826 que “los auxilios que la circulación industrial suministra a la circulación literaria son demasiado obvios”.   

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Pero para que esta circulación de bienes y de ideas –o de bienes en sentido lato– funcione óptimamente, se requiere un intercambio no sólo justo sino además provechoso. Cuando los pensadores ilustrados del XVIII denominaban al comercio doux commerce, no hacían cosa distinta a enfatizar las virtudes del intercambio, del trato recíproco entre naciones, culturas, individuos. Comercio era, para ellos, además de la “compraventa o intercambio de bienes y servicios”, la “comunicación y el trato entre las personas”. La civilización, pues, se concebía como un suave “dulcificar las costumbres” a partir del roce continuo entre diferentes; ser civilizado no era sino pulir las buenas maneras ante la constatación de lo extraño. De este modo las guerras perderían su razón de ser, la humanidad podría dedicarse casi exclusivamente a esa obsesión de los philosophes, el perfeccionamiento ilimitado, y, no menos importante, la economía adelantaría a nivel global merced a una división internacional del trabajo establecida por la naturaleza: los países agricultores, por ejemplo, exportarían materias primas, mientras que los industrializados manufacturas. Este trato aún no se pensaba como desigual, era más bien el fruto de una repartición de riquezas establecida por el orden de las cosas. Lo importante era el quid pro quo, el do ut des, en una palabra: el intercambio.

Ahora bien, el plagio constituye un desconocimiento unilateral de esa premisa igualitaria, produce un corto brusco en el circuito. Recordemos que “un plagiador en serio” –para usar los términos con que otro periodista, Daniel Pacheco, describe el modus operandi del ministro– es alguien en cuyos trabajos, esos que firma con su nombre, “es más difícil encontrar ideas suyas que ideas de los demás”. En otras palabras, quien plagia impone menos un intercambio equitativo que un flujo unidireccional. Quien plagia captura, extrae y canibaliza lo ajeno para presentarlo luego como propio y sin ofrecer nada a cambio. No hay duda de que hay algo de milagroso en el “copy-paste”, en esa facilidad y esa rapidez con que unas ideas, mediante unos cuantos clics, son arrancadas de cuajo de un lugar y sigilosamente trasladadas, trasplantadas, transportadas, a otro distinto. Pero ya Rudolf Otto, el teólogo, señalaba que en lo milagroso late un poder terrible, un misterio oscuro y tremendo. Quizás se trate de un poder semejante al que blandieron y siguen blandiendo, con impunidad y sin el más mínimo remordimiento de conciencia, aquellos responsables de perpetuar sistemas económicos extractivistas, sean imperiales, coloniales, neocoloniales o de cualquier otra índole. Pues en esos sistemas rige también el modelo “copy-paste”: no necesariamente en archivos digitales, páginas de Word o Excel, pero sí a través de máquinas perforadoras, tubos succionadores, gigantescos buques trasatlánticos. Y en esas transacciones desiguales, en ese trasteo arbitrario de lo producido, ideas y bienes –por no hablar de personas, animales, seres vivos– se aúnan y se confunden en un mismo despojo.

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*Alejandro Quintero Mächler. Filósofo e historiador. Magister en filosofía y Cultura Ibérica y Latinoamericana. PhD. Latin American and Iberian Cultures (LAIC) en Columbia University.

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