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Mal puede encarnar la lucha anticorrupción quien es un corrupto intrínseco. Su alta votación se explica en que la corrupción, mejor conocida como cleptocracia, es una cultura nacional. Ni siquiera nos damos cuenta de que estamos capturados por ella porque es estructural.
Cuando las potencias europeas soltaron por fin los territorios africanos que tenían secuestrados desde por lo menos siglo y medio atrás, nacieron incipientes repúblicas que heredaron la cultura política europea mezclada con los conflictos de sus antepasados. Esas frágiles democracias naufragaron muy pronto y devinieron en dictaduras que pronto fueron conocidas a mediados del siglo pasado, como cleptocracias. Todavía media África se debate entre ellas.
Algo similar nos ha pasado a otras excolonias europeas, como la nuestra. Sólo que la raíz del mal es mucho más profunda: tiene cuatro siglos, y se sumerge en los primeros tiempos de la conquista, cuando los soldados del rey le tumbaban olímpicamente su tributo, conocido como el quinto real. Uno de los primeros en caer en tan nefanda práctica y defenderse a punta de leguleyadas, fue, cómo no, el mañoso abogado Gonzalo Jiménez de Quesada. Tuvo que ir a defenderse a España de las acusaciones de robo provenientes de sus mismos subalternos y de sus pares, Belalcázar, Federmann, Fernández de Lugo, Bastidas y otros ladrones y asesinos del mismo tenor.
Desde entonces crecimos con la noción de que lo público no existe o, mejor, es de quien se lo apropie. Está en nuestro ADN. Los españoles se apropiaban de todo lo que abarcaba su mirada y más allá: de montañas, aguas, tierras, valles y hasta del subsuelo. Y por supuesto, de los hombres. Como las aguas fueron declaradas públicas, sus descendientes (con Santander a la cabeza) se volvieron hidrófobos y comenzaron a desecar lagos y lagunas para tirarles cercas y volverlas potrero. Y producir ganado, que en realidad no es ganado sino perdido, porque se desertifica la tierra y se gasta más recurso en producir un kilo de carne que lo que se retorna a la naturaleza.
(Esto no lo aprendí en los libros porque ahí no está: la historia oficial no habla de la noción de lo público y eso ciertamente no lo enseñan en los colegios privados. Me lo enseñó el maestro Rogelio Salmona cuando le pregunté qué carajos es el espacio público, del cual él fue, antes que urbanista, escultor).
Así llegamos al sigo XX, donde se van conformando fundos enormes, de 8 mil y diez mil hectáreas, para una sola persona, para menos del 1% de la población, en el Caribe, el Magdalena Medio, el Caquetá. Tener ganado es sinónimo de riqueza en esta cultura. Apropiarse de terrenos baldíos era legal y además moral: la Constitución del 86 lo proclamaba, aunque esas tierras mal llamadas baldías no lo fueran: eran de los indígenas y los campesinos y eran reservas naturales de las cuales sólo quedó un escuálido sistema de parques nacionales que ahora el candidato Hernández pretende desarmar. El dictador Gustavo Rojas Pinilla, apenas llegó al poder en 1953, se dedicó a acumular tierras y cabezas de ganado por medios ilegales. Era famoso por ello. Y entre las causas de que lo arrojara del poder una coalición liberal-conservadora, estuvo el hecho de que se había convertido en un viejo ladrón. Andando el tiempo, su nieto Samuelito hizo lo propio: cuando llegó a alcalde de la ciudad que Jiménez de Quesada había saqueado aún antes de fundarla, la saqueó también: se apropió de lo público. Qué más se podía pedirle, si se había nutrido en las prácticas venales de su abuelo y de su madre, la Capitana. Por un acto de justicia poética, a él, a Rojas, le robaron también las elecciones de 1970: lo hizo la misma coalición liberal conservadora que lo había echado del poder y del país 13 años antes. Lo que no me explico es cómo un movimiento aparentemente libertario como el M-19 basó parte de su fundación en la ideología del anciano general Rojas y su hija María Eugenia.
Afortunadamente hubo un senador que denunció a Samuel Moreno Rojas y lo echó a la cárcel. Adivinen cuál es el nombre de ese senador. No hay cuña que apriete que la del mismo palo: era desmovilizado del M-19, el movimiento que la madre de Moreno Rojas había ayudado a fundar con base en la ideología de la Alianza Nacional Popular, Anapo, el trapo populista que agitaba por entonces (eran los años 70), un extraño grupo de conservadores disidentes rojistas mezclado con un grupo de extrema izquierda encabezado por un costeño de afro: el Flaco Bateman.
Por aquel entonces las ciudades colombianas crecieron desmesuradamente por las migraciones causadas por las diversas violencias. Nació entonces un nuevo modelo de corrupción derivado de la apropiación indebida de tierras baldías, en un país que no tenía y no tiene un catastro confiable que cubra todo el territorio urbano y rural. Apropiación que se hizo en muchos lugares a sangre y fuego: pero es que en los regímenes conservadores del siglo XIX se autorizó el asesinato de opositores políticos, y los indígenas apenas alcanzaban la categoría de especies venatorias, es decir, animales de caza.
Un nuevo heredero de las mañas de Jiménez de Quesada apareció en el horizonte cultural de esta cleptocracia: el urbanizador pirata. Y su correlato, el transportador privado, que usa las vías públicas para lucrarse en un modelo privado que financia el Estado y que ahora se llama Transmilenio pero que es el mismo desorden de antes con traje rojo. Iban de la mano, transportador pirata y urbanizador pirata, al revés de lo que la lógica indica: primero llegaba la ruta de bus a un descampado inhabitable, a una montaña abrupta y desierta, y luego llegaban los destechados, desposeídos de la guerra. El urbanizador pirata era quien loteaba, cobraba los anticipos y desaparecía luego de vender un “lote con servicios”, es decir, todo lo contrario: un lote sin servicios que algún día llegarían. Esta subespecie de la corrupción se enquistó en las Juntas de Acción Comunal, luego en los concejos municipales y finalmente llegó al Congreso, de la mano del transportador privado que acabó con el tren y con las empresas públicas de transporte, mediante la guerra del centavo. Ejemplos hubo muchos, pero el más famoso podría ser el del senador y urbanizador Rafael Forero Fetecua, quien por sus peculiares métodos de cobranza legó al lenguaje popular el verbo “fetecuar”.
Pronto esos mañosos urbanizadores descubrieron que la mejor manera de pasar de pirata a legal (es decir, a corsario), era metiéndose a los aparatos legislativos para poder torcerle el cuello a la ley en su favor, es decir, legislar para sí mismos. Así, los POT o Planes de Ordenamiento Territorial, han sido cambiados e intervenidos una y otra vez hasta dejarlos a la medida de las necesidades del constructor y/o del acumulador de tierras, que compra lotes a precio de huevo en territorio rural para luego transformarlos en área urbanizable y vender por cucharadas la tierra que compró por hectáreas. “Ahí fue cuando me volví realmente rico”, dijo Rodolfo Hernández a un periodista hace un par de años, cuando estaba en trance de convertirse en figura pública. No hay mejor posición para intervenir o modificar un POT que siendo alcalde o concejal. La empresa del futuro alcalde Hernández se convirtió en uno de los grandes acumuladores de lotes semirrurales en Bucaramanga. Los POT de los municipios vecinos a la gran meseta bumanguesa se convirtieron en planes de ‘ordeñamiento’ territorial para Hernández y su grupo. Pasaron por encima de consideraciones ambientales y de capacidad de carga del espacio y se atafagó la tierra. Hernández pronto descubrió el enorme negocio que es la figura de la hipoteca privada, de la que los bancos son apenas la punta del iceberg, y se dedicó al dulce placer de cobrar intereses por plata que prestaba a quince años. “Eso es una delicia, que esos hombrecitos me paguen intereses”, es uno de los aforismos más conocidos de este filósofo del dinero.
No me quiero referir aquí a los 300 y más procesos jurídicos que el así llamado ingeniero enfrenta en los tribunales. “A mí no me pasa nada porque yo tengo plata”, dice, como si la plata lo blindara contra la justicia. Desgraciadamente, en Colombia pueden pasar esas cosas. Sólo digo que en caso de resultar elegido será un presidente subjúdice que no podrá posesionarse, y en caso de que lo logre, sumergirá al país en una crisis de gobernabilidad porque hasta sus mismos partidarios hablan de la estrategia de elegirlo para luego sacarlo del poder, con tal de que Petro no suba a la presidencia.
Rodolfo representa la cultura traqueta por excelencia. El acceso a los modos y manierismos de los ricos. Su condición de rico inmoral es la fuente de la admiración que sienten por él sus votantes, así sean los más humildes y pobres. Él representa sus sueños de crecimiento: aquello a lo que aspiran. En un análisis de los métodos maquiavélicos que usó el mercenario Becassino para posicionarlo como un jabón que se mercadea, se recopilaron algunas respuestas de los muchachos pobres de tik tok. Comentaban que el ingeniero sí tenía dinero, no como Petro y Francia que ni manera de llegar en carro al trabajo consiguieron. El dinero y el estatus es el valor máximo para este pueblo ignaro: no importa la manera como se consiga, entre más venal, más poderosa y admirable. No hay una comprensión de la ley o de los estándares éticos. Por eso entre más insultos y barbaridades suelte por su boca Hernández, más seguidores y votantes pobres obtendrá. Es la mecánica de Trump: gente descreída de la política tradicional ve en ellos no una oportunidad de redención, que no lo es, sino un ejemplo de ascenso. Si un tipo como Hernández (o como Trump) puede hacerse rico a punta de especulación, léase tumbando gente, ellos también pueden. El síndrome de doña Florinda, inmortal personaje del Chavo del Ocho, en todo su esplendor.
En el fondo de todo esto hay un profundo trasfondo de aporofobia o fobia a los pobres. Autoaporofobia, diría yo, porque es repudio de los pobres a su mismo estatus y a su entorno. Eso explica la existencia del uribista estrato dos. Están dispuestos a lo que sea, a traicionar a sus vecinos y amigos con tal de salir de ahí. Un ejemplo de todo esto es la transformación de la senadora Piedad Córdoba, con sus carteras Vuitton y su obsesión por el poder, en par moral de ese otro traqueto y testaferro que es Alex Saab. Es legítimo para ellos hacerse del dinero de la manera que sea: apropiándose de lo público, del espacio, de la naturaleza, de lo que no es mío y por lo tanto es de nadie. En el caso de Saab, apropiarse de la comida del venezolano pobre, en su calidad de lacayo del dictador. Lo público es para ellos un bien mostrenco de utilidad privada: un bosque o una montaña son fuentes de riqueza minera o maderera, no un bien en sí mismos. Por eso la condena a los líderes ambientales y sociales y la consagración de la finca como el mayor bien alcanzable, el ubérrimo terreno de donde se derivan las riquezas y el estatus. Lo que vaya en contra de esta religión paisa de rezandería y trabajo y sacrificio es sacrílego y hay que destruirlo. Por eso tanta polarización y odio extremo entre los dos países que somos. Por eso no se perdona a la guerrilla ni al exguerrillero por más que se haya acogido a los procesos de paz y por más que sus causas hayan sido justas.
En buena hora los misak tumbaron la estatua de Jiménez de Quesada. Y las de Belalcázar, y las de los tales reyes católicos. Y por algo la estatua de Gaitán en la calle 26 no fue derribada sino empapada en los colores de la bandera nacional, que es lo único que nos queda de identidad que convoque a todo el mundo. La ira, la rabia y el resentimiento de ambos lados es lo que nos identifica y nos une en ese tricolor chillón. Medio país que quiere ser laico y progresista, y otro medio que quiere seguir rezando y trabajando a costa de los demás. Y otro medio que no vota, porque no cree en ningún político ni en ningún sistema, y no ve sino por sí mismo en una visión de extremo cortoplacista.
Hicieron bien su trabajo quienes recortaron la calidad de la educación en Colombia y quieren reducir o desmontar si se puede el aparato de educación pública para reemplazarlo con pésima educación privada. Este pueblo sólo consume televisión y odio, y se convierte en analfabeto funcional cuya información del mundo proviene de las narcoseries que ensalzan al traqueto y de los videos de tik tok. Y del anti-periodismo producido por los empresarios de hipotecas, gaseosas y bancos, como Ardila Lülle o como Luis Carlos Sarmiento, que compraron los medios otrora prestigiosos y los convirtieron en cajas de alienación ni siquiera a la manera del Gran Hermano (eso sería grandioso, como lo era, Orwell), sino de distopias baratas como Los Juegos del Hambre.
Hay muchísimas razones para no votar por Hernández, entre ellas su misoginia y su indigencia intelectual. En el mejor de los casos, de salir elegido, tendremos una reedición del Abdalá Bucaram ecuatoriano de hace unos años. Yo sólo tomé aquí un aspecto, gracias a que él mismo enarboló la bandera facilista y rentable de la anticorrupción.
Iríamos entonces, como en Sinsajo, hacia una sociedad de guetos empobrecidos que consume las vidas mediáticas de unos traquetos ensalzados, como las Kardashian. Todos traicionando al pueblo que los elige: desde Fajardo, ese enano moral que le hace la tarea sucia a Uribe, hasta Robledo, ese traidor de la izquierda que todavía cree que quien lo traicionó fue Petro. Por ahí, en esa fisura, se cuelan otra vez los ganaderos y mineros y palmicultores que venden la patria por pedazos, como el mar cubicado del Otoño del Patriarca.
*Carlos Mauricio Vega. Periodista, escritor y montañista. Fue redactor fundador de Semana y se ha desempeñado como cronista y editor en medios como El Espectador, Cromos, El Tiempo y revista Credencial. Actualmente colabora en portales de opinión y trabaja en proyectos literarios.