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Este hombre es un convencido que solo la educación, el aprovechamiento del tiempo libre y las oportunidades definirán el futuro de las nuevas generaciones.
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Son las cuatro de la madrugada del diez de noviembre de del año 2024, desde una estrecha terraza en el barrio Los Pinos del distrito petrolero de Colombia, Ronals Chinchilla Vélez permanece sentado sobre una butaca y con la paciencia de los estoicos observa a través de un potente telescopio el espacio sideral; por el pequeño anteojo aparece una bóveda cóncava tapizada de titilantes estrellas parecida a un árbol de navidad colgado al revés. Con arrobo sigue mirando millones de estrellas y constelaciones que aparecen ante sus ojos, gira un poco el potente artefacto y se detiene en una de ellas que oscila alrededor de un disco dorado y pareciera que jugueteara de un lado a otro por el efecto visual producido por el tiempo de años luz que lo separan del planeta azul. Ronals se frota los ojos, se aleja un poco del anteojo y camina hacia el grupo de personas que lo han acompañado en esa fría madrugada acurrucados alrededor de una humeante cafetera de la que brota un hilillo de humo parecida a la lámpara de Aladino. Estas personas lo han mirado todo el tiempo con respeto y devoción como a una deidad, este hombre no es una deidad, pero si es una autoridad en esos temas del espacio y la astronomía. Finalmente les susurra su descubrimiento: “es saturno”; uno de ellos, que permanecido alejado de la tertulia, se levanta y se abre paso hacia el lente, entorna un ojo y escruta la bóveda celeste a través de esa pequeña ventana y conmovido confirma que la estrella juguetona con sus anillos de oro es saturno, el mismo dios cronos de la mitología griega y padre de Zeus.
Corría la década de los noventa cuando una mañana, dos entusiastas hombres llegaron al centro universitario de donde eran docentes, el más joven permanecía enfundado en una bata blanca, ambos se pararon frente a un grupo de jóvenes que los miraban con interés y curiosidad; eran Fabián Domínguez y Jorge Quijano quienes semanas antes habían hecho una convocatoria a todos los estudiantes del claustro universitario para que participaran en una aventura por el cosmos; aquella nublada mañana se daría inicio a dicha aventura liderada por estos profesores, el de más edad siempre portaba en sus manos un libro donde se alcanzaba a ver un punto azul pálido, ejemplar escrito por el astrónomo y astrofísico estadounidense Carl Edwar Sagan. En ese grupo de jóvenes que se reunieron esa brumosa mañana estaba Ronals, con la inquietud y curiosidad por conocer ese orden armonioso del universo llamado cosmos, frase utilizada en los primeros siglos de la civilización por Pitágoras. Muchos años después ese joven silencioso de mirada huidiza, inspirado por la curiosidad principio y fin de la filosofía, seguiría los pasos de sus maestros.
“La primera vez que vi la luna por un telescopio tenía 24 años” relata este hombre mientras supervisa las tareas a unos chiquitines en una sala de informática de la escuela normal superior de la ciudad, quienes permanecen absortos frente a unos potentes y pequeños ordenadores que titilan como pequeños universos. Los infantes guardan información privilegiada en “la nube”, para preservarla ante la llegada inminente de la extinción como especie humana, según lo relató un pequeño de mirada viva y gruesos lentes parecido a Stephen Hawking: “Vamos rumbo a la extinción como humanidad si los políticos y dirigentes del mundo no cambian el rumbo”. Sentencia ese niño mientras se acomoda y sigue absorto frente a la pantalla de su computadora. Aunque Ronals lleva un posgrado de ingeniería sobre sus espaldas, su pasión es enseñar, guiar a las nuevas generaciones, y explicarles que más allá de nuestras narices, existe un universo, ordenado sabiamente, que no todo es caos y que no estamos solos en ese punto azul pálido llamado planeta tierra, nuestro hogar, “la casa común” como la definió el papa Bergoglio en una de sus últimas y brillantes encíclicas.
El día que se presentaron los legendarios maestros en el claustro universitario, por la noche, el firmamento permanecía despejado, sin un jirón de nubes, desde uno de los patios de la universidad, los maestros habían empotrado el telescopio mirando hacia el firmamento como testigo mudo de lo que iba a acontecer; los jóvenes que habían acudido al llamado esperaban pacientemente su turno. Cuando Ronals se asomó por ese ojo, invención de Galileo Galilei, se asustó de la emoción, conmovido al ver que al alcance de su mano aparecía una esfera que resplandecía con una luz eterna cubierta de pequeños cráteres, seguía contemplando en éxtasis esa esfera suspendida en el espacio, la cual, por los siglos de los siglos, los niños le han pedido deseos, ha inspirado a poetas, ante ella, los enamorados se han jurado amor eterno y los lobos le han aullado. Esa misma esfera luminosa lloró como una madre por la suerte de los condenados en los campos de concentración de Auschwitz. Alguna vez le escuché a un poeta que la luna siempre lleva en su rostro algo parecido a una lágrima.
– “Ronals, por favor cede el turno a tu compañero”, se escuchó el susurro y la mano del maestro Quijano que se posaba sobre su hombro para que se hiciera a un lado. Resignado se sentó sobre un pretil abrumado por la emoción y miró nuevamente ese astro luminoso como lo había visto en su infancia, ahí permanecía suspendida por toda la eternidad semejante a una naranja resplandeciente y que pareciera que ahora le sonreía como en los cuentos infantiles.
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DE POLÍTICOS Y OTROS DEMONIOS
Este quijote amante de la astronomía con un sueño de planetario, casi siempre se le ve caminar por las calles de la ciudad con unos planos debajo del brazo, en los cuales está plasmado el sueño que un grupo de amigos vienen persiguiendo hace dos décadas, entre ellos José Celis, Jairo Lizarazo y su sobrino Sebastián, entre otros. Hoy existen más de doscientas personas asociadas en un club de astronomía que lleva el nombre del maestro Carl Sagan. A todos los eventos de políticos, gobernantes, dirigentes y otros demonios, asiste este hombre para que su utopía sea tenida en cuenta, para que las próximas generaciones puedan tener en la ciudad un centro de ciencias, un observatorio astronómico, un museo del espacio. No ha sido escuchado, en uno de esos tantos eventos a los cuales ha asistido llevando sueños del espacio, uno de esos dirigentes, quien desde una elevada tarima no dejaba de contemplar sus relucientes zapatos, lo miró con desdén cuando habló del planetario. El y la asociación que los agrupa siguen teniendo fe, no han perdido la esperanza en el día en que llegue alguien con capacidad de decisión y mire más allá de las zuelas de los zapatos y así, el sueño del planetario sea una realidad.
La tarde está cayendo, sobre las lustrosas avenidas de la ciudad se desgaja una leve llovizna, a los lejos como en una película apocalíptica futurista aparece una ciudad de hierro y latones donde sobresalen los fogones de una estatal petrolera que eructan llamaradas de día y de noche como en el infierno de Dante. Ronals Chinchilla Vélez se guarece de la menuda llovizna y se refugia en lo que parece ser una taberna, inundada por una melodía triste que un viejo parlante murmura desde el fondo. Ronals se abre paso en medio de las mesas y camina hacia el grupo de amigos que lo aprecian en el distrito, en una de sus manos lleva una especie de pequeña cartulina parecida a un ábaco, en ella sobresalen inscritos un centenar de números; dos de sus más fieles amigos, Elvis Narváez, y el otro, un reputado periodista del distrito de apellido Severiche quienes se han convertido en sus escuderos en las buenas y en las malas, le sonríen y se anotan en un número, el numero de la buena suerte de una rifa de las tantas que ha hecho, para sostener el pequeño semillero de investigación conformado por niños y niñas de la ciudad, algunos provenientes de las zonas más vulnerables del distrito petrolero, con la tasa de homicidios más alta del país por encima de la ciudad de Bogotá. Este hombre es un convencido que solo la educación, el aprovechamiento del tiempo libre y las oportunidades definirán el futuro de las nuevas generaciones. Su grupo de cuates siguen anotándose en la rifa, para apoyarlo y así poder asistir a un evento de astronomía, está vez, el destino será villa de Leyva, llamada la antesala de la luna.
Ronals se aleja de la taberna y camina por la lustrosa calle al lado de una persona que lleva un telescopio sobre sus hombros parecido a una lanza, es la viva imagen de don quijote cabalgando al lado de su escudero Sancho, van conversando entre ellos sobre el día en que el planetario sea una realidad, uno de los telescopios llevará el nombre de Fernando Mosquera (QEPD) otrora rector de la universidad donde empezó todo, para que cada vez que se mire a través del descubrimiento de Galileo, pueda ver a su amigo y mentor viajando en partículas celestiales por todo el cosmos.
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