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El mundo que habitamos, las relaciones sociales que cultivamos, los vínculos económicos en que nos hallamos insertos y que a veces nos saturan de impotencia, no constituyen una imposición ineludible a la que debamos resignarnos.
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Una de las conclusiones más esperanzadoras del Informe Final de la Comisión de la Verdad se encuentra en el volumen “No matarás”, dedicado al “relato histórico del conflicto armado en Colombia”. Como los demás, se trata de un tomo exhaustivo, riguroso, lúcido. Allí se lee, en el encabezado de la página 481, que nosotros los colombianos “no estamos condenados a la guerra y a la violencia”. Lo que hemos vivido, pues, no es un calvario inapelable. Hubo, y todavía hay, otros caminos.
La historia colombiana, sin embargo, ha sido pródiga en diagnósticos pesimistas que nos ofrecen poco espacio para maniobrar; parecen limitar nuestras posibilidades de transformación. En el siglo pasado, el término “fracasomanía”, acuñado por Albert O. Hirschmann, sirvió para describir esa tendencia nuestra a privilegiar lo negativo y a contemplar nuestras derrotas como inevitables, inseparables de nuestra identidad. Así, por ejemplo, los ciclos de violencia en Colombia adquirieron el estatus casi mítico de lo recurrente, la condición cíclica del eterno retorno. Y en el siglo antepasado hubo trampas similares: por lo menos desde la independencia, fue común explicar nuestro “atraso”, nuestro “fracaso” o nuestra “barbarie”, a partir de diagnósticos “culturalistas”. Es decir, apelando a presuntos rasgos inherentes, esenciales, casi inamovibles, de nuestra idiosincrasia. Los liberales decimonónicos, adoptando del mundo anglosajón un conjunto de lugares comunes que se remontan a la “leyenda negra”, denigraron del legado cultural español: el atraso del país, aseguraban, sólo lo podía explicar la resiliencia de algunas características típicas de la “raza española”, entre ellas la avaricia, el afán de nobleza, la religiosidad cerril y la repugnancia al trabajo manual. Aún hoy en día es común escuchar la letanía de que “todos nuestros problemas vienen de España”, que “heredamos lo peor de ellos”, que “ojalá nos hubiera conquistado otro país” – esta última una recurrente fantasía retrospectiva. Y que por eso mismo somos, y siempre hemos sido, ese otro “bárbaro” machista, flojo, fiestero, que se regodea en la sangre de los toros y en la violencia mafiosa, que peca y luego reza, o al revés. Y, se preguntan algunos con desánimo, ¿qué otra opción teníamos a nuestra disposición, si padecimos la desgracia de ser conquistados por España, tierra de hidalgos y curas? Es lo que somos, es lo que hay.
Ahora bien, ¿son productivas estas explicaciones unívocas, monomaníacas, que nos atan a un pasado del que no podemos escapar? ¿Existen alternativas a este futuro ya vaticinado? Si de algo nos debe servir el Informe Final, es precisamente para evitar caer en narrativas fatalistas. El fracaso, cuando llega, no debe considerarse algo predeterminado, previsto de antemano por la divina Providencia. El mundo que habitamos, las relaciones sociales que cultivamos, los vínculos económicos en que nos hallamos insertos y que a veces nos saturan de impotencia, no constituyen una imposición ineludible a la que debamos resignarnos. Por eso el educador brasileño Paulo Freire explicaba en uno de los textos pedagógicos más hermosos que se han escrito, Pedagogía del oprimido (1967), que la opresión humana no debe entenderse, en ningún caso, como un hecho dado, natural, como si se tratara de una realidad que, en lugar de criticar, debemos aceptar con resignación. La opresión, por el contrario, es también fruto del actuar libre del ser humano. Y así como hemos construido y legitimado estructuras injustas, inequitativas, intolerables, así también podríamos construir otras de muy distinta naturaleza. Freire retomaba del marxismo, por supuesto, y en general de la tradición filosófica alemana, el énfasis en el infinito poder del ser humano para labrarse su propio futuro, para crear y transformar el mundo, para reconocerse en él como animal libre, racional e impredecible.
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Evidenciar los perjudiciales efectos que acompañan a todo tipo de narrativas deterministas es el propósito explícito del antropólogo David Graeber y el arqueólogo David Wengrow en The Dawn of Everything. A New History of Humanity (2021) – la traducción al español está prevista para finales de este año. Álgidamente debatido, el libro arremete a fondo contra ciertas narrativas del desarrollo de la civilización humana que, de manera acrítica y desde hace siglos, han sido reproducidas una y otra vez sin la suficiente discusión. Se trata de narrativas plagadas de prejuicios y afirmaciones rápidas, muchas de ellas repetidas por divulgadores como Yuval Noah Harari (Sapiens; Homo Deus), que reducen los 200 mil años de historia humana a unos principios esquemáticos de desarrollo: que la “revolución de la agricultura” significó el inicio de las jerarquías, la desigualdad y la explotación; que no existe adelanto social que no involucre costos en términos de libertad; y, sobre todo, que la evolución de la civilización humana siempre sigue de cerca, forzosamente, un patrón pre-establecido. Sustentándose en recientes descubrimientos arqueológicos, Graeber y Wengrow no sólo desmontan estas narrativas paralizantes, sino que también abogan por una aproximación a la historia que no justifique las inequidades actuales, que no las presente como males necesarios de la “civilización”. Al mismo tiempo, presentan una imagen optimista del devenir de nuestra especie, plagada de experimentos políticos, de ensayos sociales, de libertades conscientemente asumidas. Los seres humanos, en fin, somos mucho más que instrumentos pasivos de una rígida teleología.
La falta de imaginación que nos ha impedido re-pensar los inicios de la humanidad, nos dicen Graeber y Wengrow, es la misma de que hemos carecido para concebir posibles salidas a los problemas acuciantes que hoy en día enfrentamos a nivel global: la crisis climática, la desigualdad, la insatisfacción. Quizás también haya llegado para Colombia el momento del experimento, del ensayo, de la experimentación, esa “segunda oportunidad” de que habló nuestro presidente en su posesión. De nuevo: no estamos condenados; el futuro, los futuros, permanecen abiertos.
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*Alejandro Quintero Mächler. Filósofo e historiador. Magister en filosofía y Cultura Ibérica y Latinoamericana. PhD. Latin American and Iberian Cultures (LAIC) en Columbia University.