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Las lentas campanadas eran el santo y seña que le indicaban a mi madre en qué momento del día permanecía desierta y poder ir a recogerse en sus moradas.
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En estos días encontré la anterior palabra en unas de las obras de Gorky que no conocía llamada “Caminando por el mundo”. Trilogía autobiográfica que inicia con “Infancia” escrita en los años 1913-1914 y que posteriormente culmina en 1923 con “Mis universidades”. Bisbiseo o bisbisear consiste en “hablar en voz muy baja produciendo un murmullo”. La expresión en la obra de Gorky trajo a mi memoria lo que hacía mi madre hace muchos años cuando le quedaba algún espacio en sus menesteres del hogar, que eran muchos y abrumadores. Si el dios Cronos se lo permitía se iba con algunos de sus pequeños hijos a una antigua abadía ubicada cerca de la casa paterna. Era una construcción de hermosa arquitectura de finales del siglo XIX, iniciada por un filántropo europeo, quien al final de sus días sabiendo que no dejaba herederos la cedió en donación a unos monjes benedictinos quienes la finalizaron. El tañer perezoso de las campanas medievales, los cantos gregorianos que se escuchan extramuros en el monasterio y el olor a pan recién horneado elaborado de forma artesanal por los monjes fue algo muy distintivo en el ambiente sosegado del vecindario, de casas edificadas en piedra con eternas y lustrosas hiedras recubriendo sus paredes que semejaban pequeñas fortalezas.
Mi padre que casi siempre lo veíamos fumando, sentado en su despacho la veía salir presurosa con sus dos pequeños hijos agarrados de la mano, con una pequeña bolsa colgada en uno de sus largos brazos donde llevaba un fiambre o pastelillo que entregaba a un pordiosero que permanecía echado en el atrio de la abadía. Ella, metida en un modesto vestido –que usualmente era el mismo- ingresaba por la nave central cubierta por una baldosa añeja que exhalaba un olor a cera mezclada con aserrín. Caminaba hasta el fondo con sus dos pequeños y se detenía frente a un santuario de varios retablos elaborados en llamativos relieves, con figuras labradas en madera que semejaban laminillas de oro. Al fondo de ese retablo, clavado perpetuamente sobre un madero había un cristo sufriente y agonizante como el de la pintura de Goya.
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Frente a ese hombre agonizante hacía que nos inclináramos por un momento y luego permitía que deambuláramos por ese recinto frío y oscuro con paredes hechas en guijarros. Alrededor del mediodía, se iban congregando algunos peregrinos al sitio de culto y en señal de recogimiento murmuraban, “bisbiseaban” oraciones ininteligibles. Cuando el día era soleado, por sus ventanales entraba un haz de luz que formaba policromías y claroscuros en el ambiente. En la parte superior, la abadía poseía grandes ventanales en vidrio. Entre los vitrales que recuerdo, estaba el de Agustín de Tagaste, acodado de espaldas sobre una ventana, al lado de una mujer anciana quien se presume era su madre Santa Mónica mirar un barco anclado sobre el horizonte de una bahía, como quien va a iniciar un largo viaje. Dicen que ese fue el viaje que inició Agustín rumbo a Ostia Tiberina rumbo a su conversión. Frente a ese sitio de recogimiento, mi madre en posición erguida abría su manual de oraciones y “bisbiseaba” frente a la imagen del cristo sufriente. Luego sacaba una moneda, parecer de baja denominación y la introducía sobre el orificio donde había varias lamparitas que titilaban perpetuamente incrustadas sobre un lampadario eléctrico, cuando la moneda caía al fondo, la llama artificial se encendía y comenzaba a titilar, convirtiéndose en una flama de un carmesí intenso. Ella cerraba su manual de oraciones, cerraba los ojos y “bisbiseaba” interminables oraciones. Mientras terminaba su devocional, nosotros errábamos por el recinto mirando las imágenes de los santos, embriagados por el olor a pan aliñado y escuchar las antífonas responsoriales de los monjes detrás de varias buhardillas confeccionadas en madera. Detrás de esas misteriosas buhardillas permanecía un hombre de sienes plateadas metido en una ajustada sotana de color café, sentado sobre una butaca de espaldas a nosotros al fondo de lo parecía un coro. Ensimismado sacaba notas graves y roncas a un órgano que disipaba su sonido celestial por toda la abadía. Al otro lado le respondía un coro de voces varoniles el “Ave María de Schubert”. El fraile seguía absorto, con los ojos cerrados y menear la cabeza de un lado a otro como poseso sacando del teclado sonatas de Scarlatti, indiferente a la devoción de mi madre y a nosotros que lo mirábamos furtivamente para no interrumpir. Seguía desplazando los dedos de sus manos de un lado a otro de manera magistral sobre un teclado anacarado.
El tañer somnoliento de las campanas eran indicio que la visita de mi madre y nuestro tour religioso había concluido. Nos regresábamos y las veces que encontrábamos a mi padre en casa lo veíamos en su despacho fumando y en uno de sus oficios con un lápiz borrando y sacando cuentas, el humo del pequeño recinto dejaba ver que en nuestra ausencia había gustado un buen un vino. Mi madre entraba en silencio y colocaba su pelliza sobre un perchero, se mudaba la ropa y se metía en las abnegadas labores del hogar, indiferente a lo que hacía mi padre, a lo que sucedía a su alrededor. Esperando nuevamente que las campanas de la vieja abadía le indicaran cuando debíamos regresar.
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*Ubaldo Díaz, Sacerdote. Premio Nacional de cuento y poesía ciudad Floridablanca. Premio de periodismo pluma de oro 2018 – 2019 – 2022. Email: [email protected]