About The Author
Es claro, en la mira de garantizar su seguridad nacional y de hacer respetar su historia y su soberanía, ni el Kremlin ni la Casa Blanca van a dar su brazo a torcer.
(Lea también: Gustavo Petro: el poder de la utopía)
En el pasado de Rusia como en el de los Estados Unidos y la OTAN, se ve la guerra del presente, las pretensiones expansionistas del imperio norteamericano y las del renovado imperio ruso. Se nota que el conflicto no solo es entre Rusia y Ucrania, como se muestra en los medios occidentales de comunicación: el conflicto es entre Rusia y los Estados Unidos a través de la OTAN. Ucrania y su pueblo, en ese contexto, no son más que la víctima y el escenario de una guerra ajena, entre hermanos de cultura e historia, que termina pagando el mundo entero. De lo que se trata para Rusia, es de alejar de sus fronteras el avance militar de la OTAN, que pone en riesgo su seguridad y su futuro como potencia y como estado.
Occidente se alarma, dice que Vladimir Putin quiere volver al pasado y restablecer la Unión soviética; que al haber sido un agente de la KGB (Comité de seguridad del Estado de la época soviética), sigue siendo comunista. Ignoran, a propósito, que Putin hizo de Rusia un exitoso país capitalista, y que actualmente, como muchos países europeos, es un estado imperialista. Callan que Putin cuestionó la división leninista del imperio ruso en Repúblicas socialistas soviéticas; pero lo que en realidad temen, es que su proyecto político apunte a la restauración de los territorios perdidos del antiguo imperio de los zares. Lo macartisan, aunque son conscientes que Putin es el líder y el ideólogo del partido Rusia unida, que no es un partido comunista, marxista, ni socialista, sino un partido de capitalistas ultranacionalistas.
La guerra es la política por otros medios insistía el canciller y mayor-general prusiano, Carl von Klausewitz (1792-1831); pero se le olvidó agregar que la política no es otra cosa que la síntesis de la economía, y que la guerra viene a ser, entonces, la economía por otros medios. Esa es la esencia de la guerra en Ucrania, y de todas las guerras de la historia, así se disfracen de defensa de la Patria o de la Nación, de defensa de la espada o de la cruz, de defensa de la democracia o de la libertad. Toda guerra tiene un contenido étnico, racista y clasista, por eso Michel Foucault (1926-1984), con acierto, ubica la génesis y la esencia de la guerra en lo que él denomina la biopolítica.
No obstante, la guerra de Ucrania tiene un marcado carácter imperialista; y no lo digo en la acepción que en 1916 le dio Lenin al concepto, como fase superior del capitalismo. La reconquista de territorios, la puja por el control de los recursos naturales, y la recomposición geopolítica del tablero militar, parece enmarcada, no en el New imperialism del que hablaba en 2006 el geógrafo y economista británico David Harvey, sino que rememora la tendencia expansiva de los imperios; esa forma temprana, anacrónica y recurrente de acumulación originaria del capital. El recurso a la guerra, en el caso que nos ocupa, es, desde otra perspectiva, el reconocimiento de la farsa del libre mercado y del fracaso de la globalización occidental como estrategias de hegemonía económica y política.
(Texto relacionado: El cambio es feminista: más allá del género)
Cortar la dependencia europea del gas ruso se convirtió en estrategia definitiva de los Estados Unidos. La guerra se volvió, como todas las guerras, un gran negocio. Estados Unidos empujó a Rusia a la guerra de Ucrania presionando a Kiev a incumplir los acuerdos de paz de Minsk. Acuerdos que en septiembre de 2014 pactaban el desescalamiento del conflicto y la autonomía de las poblaciones rusas del Donbás. Solo si Rusia pagaba a Ucrania los dos mil millones de dólares de peaje por el tránsito del gas ruso destinado a Europa a través del gasoducto Nord-stream I, los Estados Unidos permitirían la venta del gas ruso. El funcionamiento del Nord-stream II, lo dijo Biden, no sería permitido por los Estados Unidos. El sabotaje con explosivos a los dos gasoductos rusos muestra la esencia económica del conflicto y el corolario grave de la situación.
No cabe duda, a los Estados Unidos, el único libre mercado, la única globalización u orden mundial posible es el que se desarrolle bajo su férula. Diez y ocho mil millones de dólares en armas han vendido a Ucrania, y el gas licuado lo venden los Estados Unidos a Europa cuatro veces más caro de lo que costaba el gas ruso. El dólar, en consecuencia, desplazó en valor a muchas de las monedas cotizadas del mundo, desatando la inflación y encareciendo los alimentos a nivel global. Las restricciones económicas impuestas desde Washington a Moscú semejan un tiro en el pié, que ha golpeado igualmente las economías de Ucrania y de toda Europa.
Esgrimiendo como argumento el carácter neo-nazi del gobierno de Kiev, y la defensa de la población rusa en Ucrania, Putin ordenó la invasión del país eslavo. De esta manera, acabó con las especulaciones teóricas e históricas en torno a la guerra. En el discurso de anexión a Rusia de las Repúblicas o territorios de Donetsk, Lugansk, Jersón y Zaporiyia del treinta de septiembre pasado – un discurso que rememora la retórica socialista y antiimperialista soviética de los años 1980 -, el jefe del Kremlin afirmó sin envagues: de lo que se trata es de restablecer la Rusia histórica.
El pasado no pasa nunca – aseveró el Nobel de literatura José Saramago -, ahí yace todo lo que nos pasa y lo que nos puede pasar. Las situaciones complejas – se puede agregar -, algunas veces pueden tener salidas fáciles. Frente a la guerra, los pueblos del mundo lo saben, lo repiten, lo reclaman: se debe retornar a la política, así esté desacreditada, y al diálogo, así nos parezca de sordos. Pero pasar de la guerra, es decir, de la economía por otros medios, a los medios de la política, del mundo unipolar; a la utopía neoliberal del mercado autorregulado, es decir, a la Fábrica del Diablo – como lo llamaba Karl Polanyi desde 1944 –; puede, para los rusos, no resultar alentador.
En este caso, hay que tener mucho cuidado, porque del laberinto, la otra salida es hacia arriba. No obstante, desde hace dos siglos, el canciller alemán Otto von Bismark (1815-1898), creyó haber descubierto la fórmula de la paz en Europa, y de pronto en el mundo: Te diré el secreto de la política – dijo -: amistad con Rusia. Desafortunadamente, ese mensaje no parece haber llegado nunca a los oídos de los actuales países de la OTAN, ni mucho menos a los círculos de poder de los Estados Unidos.
Es claro, en la mira de garantizar su seguridad nacional y de hacer respetar su historia y su soberanía, ni el Kremlin ni la Casa Blanca van a dar su brazo a torcer. Mientras tanto, la opción pacífica, y ahora la atómica, siguen servidas. El Papa Francisco lo comentó preocupado, y el presidente Biden lo sabe, pero lo desestima. Yo solo concluyo rememorando una frase diciente del temple y del carácter ruso; se trata del título de un film famoso de los años ochenta: Moscú no cree en lágrimas. El problema es que los Estados Unidos y la OTAN, con su récord de invasiones, de guerras y de muerte, tampoco.
(Le puede interesar: Un Caballero a la izquierda)
*León Arled Flórez, historiador colombo-canadiense.