Guáimaro: de noche los muertos lloran en el río

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Norma Vera Salazar describe una historia más de víctimas del conflicto armado a la espera de la reparación. Es la historia de Guáimaro, Magdalena.

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Cuando escuchamos la palabra territorio, sabemos, por definición, que se refiere a la extensión de tierra que le pertenece a un Estado o alguna entidad determinada. Sin embargo, el territorio también es un contenedor de vivencias, un espacio que se construye a través del tiempo por quienes lo habitan, las relaciones que allí se establecen y las historias que nos cuentan.  

El conflicto armado en el Magdalena dejó un saldo de 505.726 personas desplazadas, expulsadas de sus tierras, incluso, en éxodos masivos que cambiaron para siempre la vida de quienes lograron sobrevivir a uno de los capítulos de violencia más crueles en Colombia. Al finalizar el año 2000, la prensa nacional titulaba cómo el país, pese a los esfuerzos del entonces presidente Andrés Pastrana, había roto “todos sus récords de violencia”, documentando más de 38.000 homicidios, 205 masacres y más de 3.000 personas secuestradas.  

En un recorrido que realicé en compañía de mi equipo de trabajo por la subregión río en el departamento del Magdalena, visitamos Guáimaro, corregimiento del municipio de Salamina. Para llegar hasta allá, tomamos la llamada “Vía de la prosperidad” que paradójicamente nos llevó por una ruta en la que el paisaje se mezcla, con el olvido, la desidia y la incompetencia de las autoridades administrativas. Este recorrido dura entre una hora y media y dos horas, desde el corregimiento de Palermo, en la vía que conecta a Barranquilla con Ciénaga. Sin embargo, en invierno se debe viajar por el departamento del Atlántico hasta el municipio de Ponedera y allí tomar un Johnson y atravesar el rio.  

Guáimaro se encuentra entre la Ciénaga Grande de Santa Marta y el río Magdalena; está a 40 minutos del municipio de Remolino y a media hora de su cabecera municipal.  En el año 2000, 50 familias que desde 1987 habían producido colectivamente las 245 hectáreas de “Los Playones de Laura y Castro” fueron desplazadas por el Frente Pivijay de las Autodefensas Unidas de Colombia. 

Los paramilitares habían llegado al pueblo el 20 de junio de 1997, con el pretexto de la lucha contra-insurgente bajo el mando de Alias Esteban, quien dijo: “sabemos que en el pueblo hay auxiliadores de la guerrilla […] de ahora en adelante todos van a obedecer a las AUC y nosotros somos la ley”, sentenciando lo que sería una escalada de terror que dejaría 48 muertos, más de 50 familias desplazadas y 6 personas desaparecidas. 

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“Lo peor de todo es que nos tocó convivir una larga temporada con ellos aquí. Porque ellos llegaban a media noche y, si les daba la gana de tocarnos la puerta, gritaban: ‘bueno levántense y vayan para el patio, porque nosotros necesitamos dormir aquí’ y así teníamos que hacerlo.”

Sin poder hacer nada más que guardar silencio y como en el cuento de Gabo, la mañana del 1 de diciembre de 1999, una de nuestras informantes tuvo el presentimiento de que algo muy grave había pasado en su pueblo, con la dolorosa diferencia, que, en este caso, no sería solo un rumor.  

“Cuando me levanto encuentro todo el pueblo alborotado, reuniones en una esquina, reuniones en otra: ¿Qué pasó? era símbolo de que algo trágico había pasado. Nadie desayunó esa mañana porque se desaparecieron seis. ¡se los llevaron!”

En su relato nos contó que uno de los campesinos tuvo la suerte esconderse debajo del barro de un jagüey, que las víctimas se decían unos a otros: “se nos dañaron las navidades” y que los paramilitares se recriminaban entre ellos mismos el hecho de que personas que no estaban armadas hayan podido escapar.

El 30 de noviembre 1999, con motivo de la celebración de los grados, los habitantes del pueblo estaban reunidos en una caseta, cuando fueron interrumpidos por “los paracos”, quienes acribillaron en el lugar a una de las víctimas. Luego, siguieron su ruta de la muerte hacia la casa de la segunda, quien trató de defenderse en vano con un canalete, pero aun así, fue asesinada dentro de su vivienda. Las otras seis víctimas fueron retenidas y desaparecidas. De acuerdo con el testimonio de los habitantes, fueron subidas en canoas, desmembrados con machetes y tirados al río. 

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“El Caballo, que era un paramilitar, en una audiencia de Justicia y Paz dijo: ‘nosotros los sacamos, les hicimos algo […] y yo grité: ¡inhumano! […] pero nosotros los matamos primero con un mortero.’ ¡Mentira! Porque cuando recuperaron los cuerpos no tenían ninguna fractura en la cabeza, los abrieron vivos”.

Muchas escenas de crueldad sin igual tuvieron lugar en el corregimiento de Guáimaro. Según nos cuentan, uno de los habitantes más afectados por la violencia y la tortura empleada como arma de guerra por parte de los paramilitares fue un lanchero, quien tuvo que ver cómo la cabeza de una de las víctimas caía a su lado. La impotencia frente a esos actos tan barbáricos hizo que no volviera a ser el mismo, comprometiendo su salud mental de por vida: su alma se fracturó en mil pedazos como un cristal que, luego de dar tumbos en el aire, impacta inevitablemente contra la roca. 

Luego de esta cacería, los moradores del pueblo decidieron, el 18 de mayo del 2000, abandonar por completo el pueblo. Ya habían experimentado en demasía el amargo sabor de la guerra, como testigos de los vejámenes cometidos en contra de sus familiares y amigos. Encontrar dispersos por los alrededores los trozos de carne y la sangre de sus seres queridos hizo que prefirieran el exilio. 

Pero, en el año 2006, 300 familias retornaron a Guáimaro, desde entonces, han tenido que librar una batalla para no ser desalojadas de las tierras que cultivaron por años, por parte de las autoridades. Denuncian que, en 2009, tres intentos de desalojo fueron autorizados por el ex alcalde Pedro Pablo Asmar Amador.  

Finalmente, fue el 26 de enero de 2010 que Héctor Eudoro Rivera, alias “Caballo” y José Quintana Vega, alias “José Cabeza”, reconocieron su responsabilidad en esta masacre y la de otros cuatro campesinos en enero del 2000.  En su declaración, Javier Sánchez Arce alias “El Calvo” confesó que los nombres de las víctimas de la masacre de Guáimaro estaban en una lista que fue entregada por exfuncionarios y exalcaldes que, siendo también ganaderos, tenían poder político y económico para apropiarse de las tierras y financiar al paramilitarismo, entre ellos, Jorge Salah Donado, quien tenía terrenos colindantes con los playones de Laura y Castro y por ello mantenía una disputa constante en contra de sus ocupantes. Luego de la masacre, aprovechó para “correr su cerca”.

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En 2018, los campesinos tenían la esperanza de que los terrenos fueran recuperados por el Estado para continuar produciendo colectivamente, pero las magistradas desestimaron su solicitud y pidieron a la Unidad de Restitución de Tierras (URT) que les concediera un predio nuevo con características similares, ignorando los hechos de violencia confesados en Justicia y Paz y las declaraciones del Bloque norte, en las que revelaron las verdaderas razones de su despojo: el control de la tierra.

Dos décadas después de la masacre y el desplazamiento de más de 5.000 personas en Guáimaro, sus habitantes siguen resistiendo a través de sus memorias. Pero las viudas, las hijas y las nietas siguen sin acercarse al rio, porque de noche los muertos lloran… lloran porque, aunque los lazos se han vuelto tejer por la fuerza moral de las víctimas, ellas siguen esperando la reparación colectiva, la titulación de las tierras que por años han considerado su paraíso y en las que han tenido que renacer, así como lo hace el árbol que le da nombre a su tierra prometida.  

*Norma Vera Salazar, defensora de derechos humanos, investigadora, activista de género. @NormaVeraSa

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