Aferrarse a la vida: Norma Suzal en la ESMA

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Esta es la tercera y última historia de una serie de escritos – El futuro es el sueño: la lección de los mapuches, Los jóvenes mexicanos del 68 nos hablan – que comenzaron a presentarse desde mayo, a partir de todos los sentimientos que se despertaron en Colombia durante el paro nacional. Aunque han pasado algunos meses, la razón de ser de esta serie no ha cambiado: ojalá las historias de otros personajes, de latitudes diferentes a las nuestras, nos ayuden a encontrar algunas respuestas que estamos buscando.

Aquí, un audio adicional con una breve reflexión de mi parte.

A Josefina la despertaron los fuertes e insistentes golpes a la puerta de su casa la mañana del 8 de octubre de 1976. Eran las 6:00 a.m. Desde marzo de ese año, en Argentina, si alguien llamaba de esa forma a la casa se intuía qué podría ocurrir y daba lo mismo abrir o no abrir, preguntar o no quien tocaba: al fin y al cabo, entrarían.

Josefina decidió abrir la puerta. Fue entonces cuando cinco hombres, vestidos de fajinas, ingresaron empuñando sus escopetas. Uno de ellos le dijo que buscaban a Norma Suzal, una de sus hijas, porque se le acusaba de tráfico de drogas.

Ella aún dormía. Todavía tenía tiempo de descansar un poco, antes de iniciar con la rutina para ir al Instituto Ceferino Namuncurá, donde se encontraría con sus amigos y amigas de quinto grado de secundaria. Pero los hombres entraron a la fuerza a su habitación e interrumpieron su sueño en un día que se suponía ordinario, pero estaba lejos de serlo. 

Lo primero que vio Norma al despertar fueron las bocas de las escopetas apuntándole. El regocijo del descanso se convirtió en miedo y confusión, y solo pudo seguir las órdenes que le daban los hombres: “¡Levántese y vístase! ¡Venga ya con nosotros!”.

Josefina había visto cómo le apuntaron primero a su hija de 12 años y luego a Norma, de 17. La madre se armó de valor y les dijo a los uniformados que no permitiría que se la llevaran. “Señora, por favor, no nos haga usar la violencia”, le respondió alguno.

“Como si eso que hicieron no hubiera sido violencia”, reclama Norma Suzal, 45 años después de esa mañana. 

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No había posibilidades de resistir: los hombres la tomaron y se la llevaron fuera. Si acusaban a Norma de portar y comercializar drogas, ¿por qué no buscaron algún indicio de ello en ese momento y, simplemente, decidieron llevársela? ¿De dónde habrían sacado esa acusación? ¿De qué se trataba tal abuso?

Norma Suzal fue sometida de rodillas fuera de la casa y luego le vendaron los ojos. Unos breves segundos le bastaron para ver que la cuadra en la que vivía estaba llena de carros parqueados. Todo el panorama fue suficiente para saber que se trataba de uno de los tantos operativos de las fuerzas parapoliciales y paramilitares de la época, ejecutados para llevarse a todos aquellos que el gobierno consideraba una amenaza, principalmente, por llevar la contraria.

Lo de las drogas era un pretexto sin fundamentos ni pruebas. Entonces, ¿cuál era su pecado? ¿Pertenecer a la Unión de Estudiantes Secundarios? ¿Oponerse al gobierno del general Videla?

La subieron a empellones a un pequeño camión. Una vez dentro, supo que no era la única detenida: pudo reconocer las voces de Elizabeth Turrá, su amiga, y Eduardo Degregori, quien trabajó como celador del colegio.

Ninguno podía adivinar el punto de llegada o su suerte. Para todos, ese camión en marcha era el vehículo a un destino más incierto de lo que puede ser habitualmente. ¿A qué aferrarse en esas circunstancias? 

Al cabo de un rato, el camión se detuvo. Comenzaron a bajarlos a todos y los ingresaron a un lugar que tiempo después Norma reconocería: el Casino de Oficiales de la Escuela de Mecánica de la Armada – ESMA -, uno de los centros clandestinos de detención durante la dictadura militar argentina.

Con los ojos aún vendados, siguió acatando las órdenes de sus captores durante un proceso de ingreso que no recuerda muy bien. En algún momento, mientras esperaba la siguiente instrucción, Norma sintió que alguien se paró frente a ella y le agarró uno de sus senos. Reaccionó inmediatamente al sentirse vulnerada y comenzó a repartir golpes por doquier, a ciegas, y a exigir a gritos que no la tocaran. Su miedo ya no se manifestaba en docilidad y obediencia, sino en una ira que la hizo actuar en consecuencia.

Entonces, varios hombres la contuvieron y se la llevaron a otro cuarto, lejos del grupo con el que había ingresado. En esa habitación se encontró con su otra hermana, Adriana, secuestrada la tarde anterior al salir del trabajo. También estaba Ricardo Domizi, novio de Adriana. Los tres sabían que estaban en el mismo lugar, aunque no podían cruzarse miradas ni palabras.  

Norma siguió exigiendo a gritos que la respetaran, hasta que un hombre la tomó con fuerza del brazo, caminó con ella hacia Ricardo y le hizo a éste una advertencia, dirigida a su cuñada: “Decile que se quede tranquila, porque la va a pasar muy mal”.

“Yo había borrado de mis recuerdos esa advertencia”, confiesa Suzal. “Mirá los vericuetos de la memoria: yo logro reconstruir esto muchos años más tarde”. Fue gracias a que Ricardo Domizi le recordó estas palabras a Norma 25 años después y también quién las había dicho: Jorge “El Tigre” Acosta, encargado del Grupo de Tareas 3.3.2. de la ESMA.  

Los captores comenzaron a llamarle Sergio o Javier; tampoco logra recordarlo bien. Norma solo supo que, para los agresores, ella, como mujer, dejó de existir. “¡Pásenle el balde a Javier/Sergio!”, gritaban cuando debía hacer sus necesidades delante de todos. Lo mismo cuando una y otra vez escuchaba las mismas preguntas en los interrogatorios: “A ver, Javier/Sergio. ¿Cuál es tu nombre de guerra? ¿Quién es tu responsable? ¿Quiénes trabajan contigo?”, “¡No sé de qué me habla! ¡Mi papá es mi responsable! ¡Yo solo soy una estudiante!”, respondía Norma, buscando alguna protección en su edad y en su condición estudiantil.

Un día no oyó a su hermana en la habitación. Norma se imaginó que lo peor pudo haberle ocurrido y por eso comenzó a preguntar a gritos por Adriana. Un guardia se le acercó y decidió hablar un rato con ella. Le contó que a su hermana la habían sacado de allí, porque habían confirmado que no era una “subversiva”. No era del todo una buena noticia para Norma. ¿Sería cierto que la habían liberado o lo dijo solo para tranquilizarla?

Norma no dejaba de llorar, pensando en la suerte de Adriana. El guardia decidió cambiar de tema y le preguntó cuál era su fecha de cumpleaños. “El 13 de enero”, respondió. “Mirá cómo son ustedes, las que cumplen en ese mes, ¡lloran demasiado! Tus amigas Elizabeth y Gabriela cumplen el 10 y 11 de enero”.

Así fue como Norma se enteró de que otra de sus amigas, Gabriela Petacchiola, estaba detenida también. Años después, se enteró de que la habían secuestrado en la misma redada que a ella y viajaron juntas en el mismo camión.

En la madrugada del 11 de octubre de 1976, Norma Suzal fue liberada de la ESMA. Con ella, Elizabeth Turrá. Adriana y Ricardo salieron días antes. Eduardo Degregori y Gabriela Petacchiola continúan desaparecidos, como tantas otras personas en Argentina. 

Norma calló esta historia durante mucho tiempo. Buscó refugio en el silencio, pero cuando el dolor se estanca en el alma, de alguna manera encuentra salida.

(Texto relacionado: El futuro es el sueño: la lección de los mapuches)

“Tenía culpa de estar viva”

El 24 de marzo de 1976, la Junta Militar de Argentina, a la que pertenecía el general Jorge Rafael Videla, depuso los tres poderes constitucionales e instaló el Proceso de Reorganización Nacional, una dictadura cívico-militar que rigió hasta 1983.

En 2002, el 24 de marzo fue declarado como el Día Nacional de la Memoria por la Verdad y la Justicia, en conmemoración a las víctimas de la dictadura. Dos años después, Norma Suzal se alistaba para ir con su hija y una de sus compañeras al colegio donde estudiaban las menores para sumarse a un acto conmemorativo por este día. 

Se les había hecho tarde y llegaron luego de la hora programada. Las niñas no pudieron unirse a la formación y Norma tuvo que ubicarse con ellas a dos pasos de la vicedirectora del colegio, quien en ese momento les hablaba a los estudiantes. 

Hay una gran diferencia entre acercarse a la historia mediante los libros y las clases en las aulas y que ésta sea contada a viva voz por sus protagonistas. Eso lo tenía claro la vicedirectora del colegio. Por eso, durante el acto conmemorativo en el Día Nacional de la Memoria por la Verdad y la Justicia, ella pidió que madres o padres de familia contaran sus experiencias durante la dictadura cívico-militar delante de todos los presentes.

Aunque la vicedirectora no sabía nada sobre lo que Norma vivió en la ESMA, fue casi como una invitación para que ella hablara 28 años después de la mañana del secuestro. El 24 de marzo de 2004, junto a su hija y frente a cientos de jóvenes estudiantes, Norma Suzal pidió el micrófono para contar públicamente su historia por primera vez.

Norma no narró nada sobre lo ocurrido desde que salió de la ESMA el 11 de octubre de 1976. Ni siquiera dio su testimonio para el informe Nunca más de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP), publicado en 1984. “Agradezco mucho a los que comenzaron este camino para que se publicara el informe, pero en esa época no pude hablar. Todo era muy confuso para mí y tenía mucho miedo de que me volviera a pasar algo como lo que viví. Pasé años disimulando lo que me había sucedido”, explica Suzal.

Aunque el miedo no fue lo único que le impidió a Norma dar a conocer públicamente su historia. Había otro sentimiento que la inmovilizaba: “Tenía culpa de estar viva. Era como una exigencia de que tenía que hacer con mi vida algo superlativo, porque había sobrevivido”, explica.

Norma Suzal cargó con ese sentimiento de culpa durante años, además, porque pensaba que si contaba su historia “le ponía una carga a otra persona y luego ésta no sabría qué hacer con todo lo que estaba oyendo”. Pero también existió una razón poderosa para que ella y otras tantas personas hubieran acudido por obligación al silencio y no comentaran lo sucedido: evitar la re-victimización. “Aquí se decía mucho una frase por los desaparecidos: algo habrá hecho’. Los sobrevivientes nos hemos enfrentado a un doble ‘algo habrá hecho’, que radicaba en la pregunta ‘¿por qué sobreviviste?’, que inmediatamente la gente respondía con ‘hablaste de un compañero y lo delataste’ o ‘te dejaste violar de un opresor’ y se sospechaba que las mujeres se hubiesen doblegado aún más.

El testimonio que la periodista Myriam Lewin le dio a Télam sobre su cautiverio en la ESMA parece darle la razón a Norma Suzal: “Algunas de las sobrevivientes todavía no son conscientes de que fueron víctimas de violaciones. La vergüenza y la culpa, la condena social y la re-victimización son barreras para todas las víctimas de violación, aún hoy” y agregó: “Cuando salimos del campo [ESMA], incluso desde organismos de derechos humanos, se sospechaba que habíamos sobrevivido porque ‘nos acostamos con los milicos’ y que lo habíamos hecho por propia voluntad”. 

Los delitos sexuales cometidos durante la dictadura se han abordado desde hace poco. Recientemente, hubo una sentencia histórica: en agosto de 2021, el Tribunal Oral Federal No. 5 de Buenos Aires condenó a Alberto González y a Jorge “El Tigre” Acosta por violación y abuso deshonesto contra tres víctimas de la ESMA. Este último fue el que lanzó la advertencia contra Norma, después de que ella se defendiera del desconocido que vulneró su cuerpo.  

Acosta fue sentenciado a 24 años de prisión. Por la sumatoria de condenas anteriores por crímenes de lesa humanidad, fue condenado a cadena perpetua. Cerca de 120 represores, desde 2021, han sido sentenciados por violencia sexual.

Siempre está la luz

Norma mete su mano en el escote de su vestido negro y saca un pequeño papel. Lo desdobla y lo lee un instante. Levanta la cabeza, mira al frente con determinación y serenidad, y dice: “No vayamos a olvidarnos de la luz que no está allá arriba ni tan lejos, sino aquí, por estos lados”. 

Fue un aparte del poema Un favor a la poesía de Lucina Álvarez, escritora desaparecida durante la dictadura en Argentina, que Norma Suzal leyó para 30, una obra de teatro dirigida por la francesa Sylvie Mongin-Algan basada en el libro Bosquejo de alturas de Alicia Kozameh, en el que se cuenta una historia de 30 mujeres presas en una misma celda. 

Mongin-Algan descubrió el libro en Francia y decidió crear allá un laboratorio teatral que dejara como resultado una obra con 30 mujeres, que, prisioneras, narraban sus vidas entre ellas. Fue un experimento que la directora francesa llevó luego a países americanos que han enfrentado dictaduras o grandes represiones: Brasil, Chile, México y Argentina.  (Pueden ver una crónica sobre la experiencia de la obra – y a Norma – aquí).

Norma fue una de las 30 mujeres convocadas en su país para formar parte del laboratorio teatral, del cual se presentó la obra en diciembre de 2019, en la que, afirma Suzal, “se evidenció cómo las 30 mujeres, ayudándose y sosteniéndose, pudieron ver la luz para encontrar la alegría y defenderla”.

Como actriz y narradora, Norma Suzal dice que “quien cuenta, se cuenta”. Y no solo participar en 30, sino leer en esa obra el aparte del poema de Lucina Álvarez, fue una manera de contar en síntesis cómo descubrió que para ella la luz había estado ahí, por esos lados, y siempre la iluminó en su época de estudiante en el Ceferino Namuncurá: el teatro. Gracias a él, también encontró la alegría y se aferró a su pasión para sobreponerse.

“Había encontrado en el teatro un canal de expresión que me interesaba – explica. Aunque no pude terminar el secundario sino hasta el año 2000 [motivada por un terapeuta con el que tuvo asistencia psicosocial], comencé mucho antes mi carrera de forma particular”. Incluso recuerda entre risas que una profesora del colegio le había dicho en el ‘76: “Igual, para lo que vas a hacer [estudiar teatro], no necesitas el secundario”.

“El teatro me salvó la vida y evitó que me autodestruyera”, afirma Suzal. Incluso, las prácticas teatrales fueron como un bálsamo para comenzar a sanar su cuerpo expresivo, dañado después del secuestro. Sus guías en la formación actoral – y en un fuerte trabajo para volver a tomar plena consciencia de su cuerpo – fueron Hedy Crilla, actriz, directora y maestra de actuación austriaca que llegó a Argentina huyendo de la Segunda Guerra Mundial, y Julio Ordano, reconocido actor y maestro de artes escénicas, fallecido recientemente.

Toda su revolución humana, desde una experiencia individual y colectiva con el teatro, la ha compartido con otras personas para brindarles alternativas de lucha y confianza en ellas mismas desde el arte. Un ejemplo es su participación constante en la colectiva Mujeres de Artes Tomar, la cual ve en el arte una herramienta de transformación social desde la transformación personal. En la colectiva han trabajado por el empoderamiento de las mujeres y feminidades por una sociedad con equidad y libre de toda violencia.

Un Estado que mira de frente su historia

Entre las obras de teatro en las que ha participado Norma Suzal se encuentra Sano juicio (2014), basada en los juicios de lesa humanidad en Argentina. Aunque entrado el siglo XXI fue un tema ampliamente abordado en medios de comunicación, Norma explica que decidieron hace el montaje de la obra “porque casi nadie sabía lo que se decía en esos juicios”.

La omisión de lo declarado en los estrados tiene sus antecedentes. El principal de ellos, fue que el presidente Raúl Alfonsín, entre 1986 y 1987, decretó las leyes de Obediencia Debida y Punto Final con el fin de olvidar y perdonar los hechos ocurridos durante la dictadura. Las leyes impidieron que continuaran los juicios y las personas cuestionadas por crímenes de lesa humanidad quedaron impunes. Sin embargo, en 2003, durante la presidencia de Néstor Kirchner y como parte de una serie de políticas encaminadas a reparar los daños ocasionados por la dictadura, ambas leyes se declararon inconstitucionales y los juicios fueron retomados. 

Justo el día en el que Norma Suzal contaba su historia a los estudiantes del colegio de su hija, el entonces presidente Kirchner lideró un acto frente al Casino de Oficiales de la ESMA. En su alocución, pidió perdón por los crímenes cometidos durante la dictadura cívico-militar. “Como presidente de la nación argentina – sostuvo Kirchner –, vengo a pedir perdón por la vergüenza de haber callado durante 20 años de democracia […] No es rencor y odio lo que nos guía este día: es justicia y lucha contra la impunidad” (vea la intervención completa aquí).

Ese 24 de marzo de 2004, además, declaró como lugar de memoria el edificio en el que Norma Suzal y otras tantas personas estuvieron privadas de su libertad. Luego de un largo trabajo museográfico, el Museo de Sitio ESMA recuerda desde 2015 lo ocurrido allí durante la dictadura.

“Que el Estado tome cada sufrimiento como causa propia hace que todo ese dolor se transforme en algo positivo para las víctimas. Son políticas que entienden lo que les pasa a las personas”, destaca Norma Suzal.

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Ella afirma que uno de los aspectos más reparadores para cada una de las personas que sufrió la dictadura ha sido el papel que ha cumplido el Estado argentino para hacerle frente a su propia historia. Incluso existen políticas pensadas en la salud mental de las víctimas. Por ejemplo, la Institución Fernando Ulloa, creada durante la presidencia de Cristina Fernández de Kirchner, brinda terapias psicoanalíticas abiertas a la comunidad y asistencia a las personas que han dado sus testimonios en los juicios. “La persona que da testimonio está acompañada antes, durante y después de los juicios. Están con vos todo el tiempo. Si hay que esperar durante el juicio, lo hacen. Y después, te siguen acompañando”, explica Suzal.

Norma también destaca que ha sido fundamental para la nación argentina el ejemplo de perseverancia por encontrar la verdad y conseguir justicia, desde el amor, que han brindado las Abuelas y Madres de la Plaza de Mayo y la agrupación H.I.J.O.S.

 “El ejemplo que ellas han dado siempre ha sido desde el amor – explica Suzal –. Incluso la agrupación H.I.J.O.S dijo algo hace unos años que nos ha servido como lema de vida: ‘Nuestra única venganza es ser felices’”.

“Nosotras nos juntamos para combatir, dejando a un lado nuestras diferencias”, dice Estela de Carlotto, presidenta de las Abuelas de la Plaza de Mayo. “Hemos creado unas fuertes redes de afecto y un grupo de hermandad para ayudarnos y expresarnos desde el amor. Por eso nunca hemos pensado en vengarnos de nada. Jamás quisimos ser delincuentes a raíz de nuestro dolor”, agregó Estela, antes de atender una llamada de su nieto, a quien encontró hace siete años. Nació en uno de los centros clandestinos de detención donde estuvo su mamá, Laura Estela Carlotto, secuestrada en 1977 y asesinada en 1978.  

*Felipe Lozano, comunicador social de la Pontificia Universidad Javeriana con posgrado de la FLACSO (Argentina). Salió de Bogotá, renegando de ella, y regresó con el rabo entre las piernas. Camina como terapia para purgar sus culpas y así descubre las maravillosas contradicciones del país que se sintetizan en su capital. Ha estado vinculado a entidades como el Instituto Distrital de Patrimonio Cultural, Museo de Bogotá, Museo Nacional de Colombia y la Casa Museo Alfonso López Pumarejo, de la cual fue director. No discute en redes sociales porque es mejor de forma presencial.

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